La taza es grande y blanca. Está llena de café con leche y en la superficie flota un islote de espuma inmaculada. Descargo el azúcar del sobrecito que se sumerge como si se hubiera abierto una grieta sísmica en la corteza del islote. Revuelvo.
El bar está concurrido y la mayoría de las mesas ocupadas por personas solas que leen el diario o revisan papeles. Otros, que si comparten la mesa, charlan. Es un día de semana y abundan las corbatas y los maletines. Trajes comunes, de oficina, que denotan el ajetreo de una mañana tribunalicia.
De pronto, llegó al bar un señor atildado. Caminó por el pasillo de entrada hasta el fondo del salón. No ocupó ninguna mesa. Se quedó parado junto a una columna, miró a los demás parroquianos como si buscara a alguien. Tomó un diario y se acodó en una de esas barras en las que, en vez de sillas, hay taburetes altos.
Sin sentarse pidió un café y una medialuna. Mientras esperaba, se puso a tomar notas en unas fichas que sacó del bolsillo. Seguramente era abogado.
Como les dije, era un señor atildado. Cuando sea viejo me gustaría ser como él , pienso ¡ Qué loco! Cuando uno era chico quería ser bombero, tractorista o superheroe ¡Ahora quiero ser un señor atildado!
Tiene un traje azul impecable. Ni una sola arruga. Pelo blanco, bastante completo y peinado a la gomina con raya al costado. Lleva lentes sin marco. A pesar de su edad, que debe superar los sesenta y cinco, se nota que se ocupó de broncearse.
Toma el café, siempre parado, mientras pone su brazo atrás, de manera que el reverso de su palma y todo el antebrazo apoyan en su cintura. Sonríe, y a pesar de que no habla ni se mueve demasiado, se lo nota enérgico.
Yo sigo tomando el café con leche. Del islote, sólo quedan algunos globitos flotando a la mitad de la taza. El Señor Atildado recibe a su comensal que entra apurado y se disculpa por la tardanza. Es un joven, de unos treinta años. Lleva puesta una camisa azul y un jean con cinturón de cuero crudo. Tiene el pelo corto y un poco desprolijo. También está bronceado.
El Señor Atildado le hace un gesto amable indicándole una mesa. Eligen una cercana a la mía. Puedo ver de espaldas al comensal, y en frente, el Señor Atildado.
Me queda solo una tostada y casi nada de café con leche. Prolijamente distribuyo la manteca sobre la tostada para luego cubrirla con mermelada de durazno. Lo que queda del café espera a terminar los últimos bocados. Miro el interior de la taza . Ya no hay islote, ni espuma. Sólo un líquido beige que hasta altura no está ni siquiera tibio.
Preocupado por administrar el fondo de café y la última tostada, me distraje del Señor Atildado y su comensal. Cuando reanudo mi observación, me encuentro con la cara desencajada del Señor Atildado. Repentinamente ha perdido el bronceado, los lentes sin montura están ahora sobre la mesa. Se refriega los ojos en forma circular con las palmas de ambas manos. Se ve que antes pasó esas mismas manos por su pelo, que ya no muestra la prolija raya al costado, sólo un vestigio. Sus ojos están rojos y a punto de estallar. Se lo ve encorvado, vencido y perdida su mirada en el pocillo de café.